Brillo
Y ahí se encontraba, pateando piedrecitas hacia el otro lado de la calle, preocupado por la profundidad de la noche que se acercaba más y más. Respiraba el frío y hurgaba por algún jugete en sus bolsillos. Nada.
La luna casi no se veía de lo oscuro que estaba y sólo un perro que aullaba era la sinfonía de momento. El silencio, llegaba desnudo una vez más frente a sus ojos y él lo reconocía. Lo reconocía como el pedazo de viento que no soplaba, como la ausencia del aire en ese lugar. Y llegó, vestido en pieles y alto como un tótem. Su semblante estaba tosco de tanto esperar llegar y se impacientaba por dejar fluir un par de palabras a través de sus dientes.
Mientras tanto el vistante se acomodaba a estar de pie, él lo miraba con un temor curioso, necesitaba saber qué era lo que había ido a esperar, qué era lo que había ido a encontrar.
La figura que tenía alfrente, descubrió un poco su cara de la sombra que le daba el sombrero y desde su boca se escapó una especia de gruñido. Sacó su mano del bolsillo y entregó un saco, lo depositó en su mano y la apretó con paz. Sus miradas se dirigieron de las manos a sus ojos y se descubrieron al fin. No hubo reflejo en sus pupilas, se conocían, y a la vez no lo hacían.
El hombre del sombrero, bajó la mirada con incomodidad, dio media vuelta y partió su camino. Por otro lado, él lo vio partir, miró el saco en su mano y lo trató de detener por el hombro, pero su mano cortó el aire. Su sorpresa fue inmensa y se quedó quieta en el lugar, sin saber qué hacer, mientras que el otro hombre apuraba el paso para sumergirse en una oscuridad espesa como la niebla.
La noche ya se iba y el frío ya no quemaba, y la oscuridad se empezaba a disipar. Seguía de pie en esa esquina, esperando algo, pero ahora sabía lo que esperaba. La llegada del día, la luz que distinguiera el contenido del saco. Entonces, con el primer rayo de sol que se filtraba entre los muros, desató el cordón, y lo desenvolvió lentamente. Y al abrirlo completamente, estaba ese brillo, el que no vio en los ojos de la noche, y los que no sintió en los suyos. Era el brillo que una vez había perdido, y que él mismo había encontrado.