sábado, junio 14, 2008

Espigas

Como una ráfaga de otoño se presentó la cavilación escoltada por un potentísimo suspiro. Eran muchas las cosas que entendía, y más todavía las que intentaba entender. Las marcas en sus manos le contaban las historias pasadas que habían teñido sus lágrimas y difamado ideales, pero aún no se rendía. Seguía de pie esperando que las nubes aclararan el cielo y lo limpiaran de su estupor.

Mientras tanto, ella se agachaba entre las espigas recojiendo el relicario que con tantas ansias había buscado en cada feria que se ponía cerca. Era la pieza de plata más valiosa que podría haber reposado en su valle entre pechos desde que la niña nació. Se entretenía pasando los dedos contrascendentemente a las espigas y sonreía con cada caricia, de vez en cuando fijaba pupilas hacia él, el sujeto que parecía desconocido, perdido entre nubes y la falta de ruido. Se escuchaban risas cerca de la casa, las niñas corrían con sus vestidos y el balanceo de los columpios llagaba las ramas hasta la savia. El viento deslizaba el espacio con su suavidad única, esa que recorre cada poro y evoca hasta los más telarañados recuerdos. Se sentía preocupada por la estepa que crecía demasiado rápido escondiendo los pies firmes y endurecidos por caminos que él alguna vez recorrió. Ningún movimiento, él era un árbol más en ese cuadro, de certeza y duda hecha su corteza, y labrábase a sí mismo la lava en su tristeza.
Los ojos en las espigas reconocían su origen y con un fino ademán al parpadear le hizo entrega de consuelo. Para ella los días seguían oliendo a fresa en labios luego de haberse entregado por completo, y no sentía duda que él también lo sentía así. Abrió el relicario en el que guardaba tan sólo un grano, brillante de euforia, vigoroso en figura y suave en caricias. Lo volvió a acariciar y volvió a rodear la figura plantada a su frente. Era como un monumento sólido de tesón enlacado por la nostalgia. Disfrutaba la vista, era su orgullo, era lo que la había enamorado y le seguía templando las brasas.
Ya se encontraba por completo perdido entre el aire, el sopor del ayer y su adiós al deber. Las marcas en las manos ahora le alegaban el deseo de ceñir, memorando las blandidas erradas y acertadas, el sudor por la patria y los ideales en la frente. La remembranza traía consigo las cristalinidad natural y el brío del alma que se asoma por las narices. Sabía que girando al campo, deshaciéndose de la maleza trepadora y guardando lo suyo en la bóveda, encontraría la paz merecida, pero también le estridaba lo mucho que quedaba por hacer y tuvo que acatar el retiro.

Y ella ahí seguía mirando, esperando a que retornara, que el ave volviese al cuerpo y éste a su lado, con la tranquilidad de las hojas y la paz del sentido. Era un grano, sólo uno, y bien guardado el que volvía dentro de su puño hasta tocar su pecho desnudo, al mismo tiempo que la figura irretorcible se giraba y caminaba con majestusidad, y llena de sabiduría en busca del mismo pecho desnudo.
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