Recién había llegado a mi casa, recién me había sacado los zapatos y los había dejado a un lado cuando sonó el teléfono.
- Aló
- Buenas tardes, ¿Con el señor Esteban Ramírez?
- Si, con él...
- Lo llamo del Hospital donde está don Carlos Ramírez, es su padre, ¿no?
- Sí, si lo es...
- ¿Usted podría venir al Hospital? Porque don Carlos esta tarde tuvo una recaída y el doctor que lo está atendiendo necesita hablar con usted urgentemente.
- Claro que voy. Voy ahora mismo.
Colgué el teléfono inmediatamente, me puse los zapatos, tomé las llaves y partí al Hospital. Se me olvidó cambiar la emisora de la radio, en verdad no importaba, estaba demasiado preocupado. Me apuré en llegar, hay momentos en la vida en que cada segundo que pasa se siente como si fuese el último, y este era uno de esos momentos. Tenía miedo, sabía lo que venía, mi padre se iría esta vez, y no quería que lo hiciera sin antes haberme despedido como se lo merece.
Llegué al Hospital y no tomé el ascensor, llegué al pabellón donde estaba su pieza. Ahí me encontré con la enfermera que al verme, su cara me regaló una sonrisa compasiva y luego miró al piso mientras caminaba con unas toallas blancas. El doctor estaba en la habitación, en la puerta. Me estaba esperando.
- Doctor...
- Don Esteban...
- ¿Qué pasó?
- Bueno, su padre recayó. Pero esta vez no podemos hacer nada al respecto, él no quiere, lo único que pidió fue que lo llamaramos. No tiene muchas fuerzas, pero escucha muy bien. Lo dejo. Tómese su tiempo.
- Gracias doctor...
Se fue y cerró la puerta a sus espaldas. Miré a mi padre y me dolía cada vez que lo veía con esos tubos en la nariz y agujas en los brazos. Él me miraba con sus ojos apenas abiertos y movía sus dedos. Tomé la silla y la puse al lado de él, me senté y le tomé la mano. Él giró su cabeza y me miraba, yo no decía nada, sólo se me llenaron los ojos de lágrimas. No necesitaba que me hablara, hace mucho tiempo que me había dado cuenta de que él lo decía todo con la mirada. El silencio era su mayor cualidad. En mi vida he conocido a alguien tan sabio como mi viejo, y tan lleno de amor también. Este hombre me había querido más que cualquier otra persona cerca mío, y eso significa mucho para mí. Fue el único que se mantuvo cerca mío, en mis momentos de gloria y en los momentos en que esta se disolvió. Siempre dándome el mismo amor.
La mirada que tenía frente mío, confesaba que había encontrado la paz frente a la muerte. Revelaba que todos los misterios de la vida, para él, ya no eran misterios. Eso me recordó a algo que siempre le preguntaba cuando nos sentabamos a mirar el cielo.
- Papá
- ¿Si?
- ¿Para qué vivimos?
- No sé hijo, pero cuando lo sepa, te lo diré.
Y siempre miraba el cielo con esos ojos inquisidores, buscando respuestas. Pero ahora no veía esa mirada, la conocía muy bien, y ahora era una diferente.
- Papá
Me miró más profundamente, como si hubiese estado esperando que dijera eso.
- Hijo - susurró.
- ¿Para qué vivimos?
Esbozó una sonrisa y me miró aún más cariñosamente. Me apretó fuertemente la mano y me dijo q me acercara. Puse mi oído cerca de su boca y me dijo despacito, como para que nadie más escuchara:
- Hijo mío, vivimos para aprender a morir.
Me brotó una lágrima que mojó su pecho. Y al mirarlo a los ojos me di cuenta de la paz que había encontrado en su vida, me di cuenta de la paz que había encontrado en su muerte.