La flor y la luna
Él no entendía porqué la extrañaba si lo único que quería hacer era odiarla. Era algo que la noche en vela no le podía explicar, y menos el vaso de alcohol que sotenía su mano helada. Reconocía haber bebido, en dos noches, más de lo que había bebido en toda su vida antes de decirle adiós.
Pasó una hora completa simulando dormir, cuando en realidad su mente repasaba el asunto de cómo esa flor, a la que dedicaba tanta atención, pudo revelar su plasticidad luego de haber convencido que sus pétalos eran de verdad.
Luego de esa hora, sufrió otra más, ahora de llanto. Esto era lo que más le dolía, él no quería llorar por ella, sino que ella fuera quien llorara en esta historia. Pero hay cosas que no funcionan como uno espera. Sus párpados estaban húmedos y sus ojos se ponían colorados con el pasar de los minutos, se perdió en la liquifiscencia de su trago y en su reflejo vio lo que había al otro lado de la ventana. Vio una luna que por el brillo del sol prematuro se estaba desvaneciendo, y la miró a los ojos. Con esa mirada se lo dijo todo, en ese momento de rabia, deseaba que desapareciera por completo, y ojalá no volviera a aparecerse en el firmamento por las noches. Hace tiempo le costaba disfrutar una noche de luna por las promesas que ésta guardaba y le restregaba en la cara. En las mañanas creía poder superarlo todo, en la tarde se autoconvencía de que lo había superado, pero al llegar las estrellas y su madre, desaparecía su flaca convicción. Volvían las promesas, esas dedicaciones y todas las veces que compartieron una pieza de ella. Y esa luna al otro lado del vidrio le devolvió la mirada y le recordó la vez que, ella de testigo, escuchó que se prometieron amar por siempre.
Él apretaba su vaso y deseaba que esa sonrisa chueca pegada en el cielo del alba explotara y se desintegrara por completo, así borrar toda memoria de ella, así no volver a llorar por ella. Le costaba asumir que eso no pasaría, y que cada noche, esa flor que tanto amó, no cerraría su pétalos para no ahogarse en el rocío, porque el rocío de otros no le dañaba y nunca lo haría.
Pasó una hora completa simulando dormir, cuando en realidad su mente repasaba el asunto de cómo esa flor, a la que dedicaba tanta atención, pudo revelar su plasticidad luego de haber convencido que sus pétalos eran de verdad.
Luego de esa hora, sufrió otra más, ahora de llanto. Esto era lo que más le dolía, él no quería llorar por ella, sino que ella fuera quien llorara en esta historia. Pero hay cosas que no funcionan como uno espera. Sus párpados estaban húmedos y sus ojos se ponían colorados con el pasar de los minutos, se perdió en la liquifiscencia de su trago y en su reflejo vio lo que había al otro lado de la ventana. Vio una luna que por el brillo del sol prematuro se estaba desvaneciendo, y la miró a los ojos. Con esa mirada se lo dijo todo, en ese momento de rabia, deseaba que desapareciera por completo, y ojalá no volviera a aparecerse en el firmamento por las noches. Hace tiempo le costaba disfrutar una noche de luna por las promesas que ésta guardaba y le restregaba en la cara. En las mañanas creía poder superarlo todo, en la tarde se autoconvencía de que lo había superado, pero al llegar las estrellas y su madre, desaparecía su flaca convicción. Volvían las promesas, esas dedicaciones y todas las veces que compartieron una pieza de ella. Y esa luna al otro lado del vidrio le devolvió la mirada y le recordó la vez que, ella de testigo, escuchó que se prometieron amar por siempre.
Él apretaba su vaso y deseaba que esa sonrisa chueca pegada en el cielo del alba explotara y se desintegrara por completo, así borrar toda memoria de ella, así no volver a llorar por ella. Le costaba asumir que eso no pasaría, y que cada noche, esa flor que tanto amó, no cerraría su pétalos para no ahogarse en el rocío, porque el rocío de otros no le dañaba y nunca lo haría.