lunes, mayo 21, 2007

La flor y la luna

Él no entendía porqué la extrañaba si lo único que quería hacer era odiarla. Era algo que la noche en vela no le podía explicar, y menos el vaso de alcohol que sotenía su mano helada. Reconocía haber bebido, en dos noches, más de lo que había bebido en toda su vida antes de decirle adiós.
Pasó una hora completa simulando dormir, cuando en realidad su mente repasaba el asunto de cómo esa flor, a la que dedicaba tanta atención, pudo revelar su plasticidad luego de haber convencido que sus pétalos eran de verdad.

Luego de esa hora, sufrió otra más, ahora de llanto. Esto era lo que más le dolía, él no quería llorar por ella, sino que ella fuera quien llorara en esta historia. Pero hay cosas que no funcionan como uno espera. Sus párpados estaban húmedos y sus ojos se ponían colorados con el pasar de los minutos, se perdió en la liquifiscencia de su trago y en su reflejo vio lo que había al otro lado de la ventana. Vio una luna que por el brillo del sol prematuro se estaba desvaneciendo, y la miró a los ojos. Con esa mirada se lo dijo todo, en ese momento de rabia, deseaba que desapareciera por completo, y ojalá no volviera a aparecerse en el firmamento por las noches. Hace tiempo le costaba disfrutar una noche de luna por las promesas que ésta guardaba y le restregaba en la cara. En las mañanas creía poder superarlo todo, en la tarde se autoconvencía de que lo había superado, pero al llegar las estrellas y su madre, desaparecía su flaca convicción. Volvían las promesas, esas dedicaciones y todas las veces que compartieron una pieza de ella. Y esa luna al otro lado del vidrio le devolvió la mirada y le recordó la vez que, ella de testigo, escuchó que se prometieron amar por siempre.

Él apretaba su vaso y deseaba que esa sonrisa chueca pegada en el cielo del alba explotara y se desintegrara por completo, así borrar toda memoria de ella, así no volver a llorar por ella. Le costaba asumir que eso no pasaría, y que cada noche, esa flor que tanto amó, no cerraría su pétalos para no ahogarse en el rocío, porque el rocío de otros no le dañaba y nunca lo haría.

miércoles, mayo 16, 2007

El lenguaje del frío

Hizo falta una sola sonrisa para que él se debilitara y volviera al juego que había abandonado tiempo atrás. Los planes que había fabricado ahora se iban a pique por culpa de esa triste sonrisa.

La nieve le caía en el pelo la mañana próxima y se lo sacudía cada vez que llegaba a una esquina. La bufanda protegía su garganta, pero era la nariz la que sufría. Se cruzaba con gente en ese día helado, pero nadie significaba algo para él, ni siquiera la hermosa mujer que lo miró al cruzar la calle. Él no prestaba atención a algo más que no fuera su forma de pisar el asfalto cubierto de agua blanca. Igual que el día, su mente estaba fría, tenía muy claro lo que iba a hacer. Eso era típico de él, siempre con sus decisiones bien tomadas. Pero ayer no había sido consecuente con su forma de ser y pensar; un movimiento de labios lo había derrumbado y llevado de vuelta al pasado. Seguía caminando entre la gente, sin dejar de pensar, y cada pensamiento que elaboraba iba dejando su huella con el vapor que salía de su respiración.

La besó en el momento que ella abrió la puerta, dejó que una mirada melosa hiciera todo el discurso y se arregló la bufanda mientras caminaba de vuelta a casa. A pesar de estar abrigado, los calofríos se hacían presentes y sus pensamientos habían desaparecido, ya no pensaba, pero aún así, seguía respirando. De alguna manera estaba seguro de lo que había hecho y de lo que sería de aquello. Tenía bien claro que ella, si lo decidía, podía seguir el rastro de cada vapor que albergaba su sonrisa.

jueves, mayo 03, 2007

Mi perro conoció la Luna

En sus cuatro patas corrió por el cemento hasta que volvió a mí con su lengua afuera y jadeando. Saltó hacia mí y me miró con ganas de que lo siguiera, emprendió la carrera, frenó, me esperó y me puse a correr junto a él.

La noche era algo silenciosa y no habían más almas en la calle que la de mi canino y la mía. Sus patitas hacían un retumbar ahogado en el asfalto frío mientras mi nariz se empezaba a congelar. Encontramos unas cuantas hojas secas en el pasto y corrimos aplastando a cada una de ellas que se posase bajo nuestras patas. Seguimos corriendo como si no existiese el cansancio, corrimos y saltamos, hasta que llegamos a una calle desierta. Cemento abajo y estrellas en el cielo y una luna flotadora, redonda como una donut. Nos hipnotizó, sí, a los dos. Como estábamos conectados, mi perro y yo, nos miramos al mismo tiempo y corrimos hacia la colina que teníamos al frente. Dejamos atrás el pavimento y entramos en la tierra. No paramos de mover nuestras piernas con la mayor excitación que se puede sentir en la vida. Sin darnos cuenta habíamos llegado a la cima de la colina. Mi amigo felpudo corrió más rápido en ese momento y pegó un salto que lo hizo gravitar. Yo esperaba flotar igualmente, pero a mi mente se me vinieron todas las cosas que dejaría atrás y las personas que quedarían aquí. Entonces salté, con poca fé, y de cara en el suelo me encontré.

Quitándome la tierra de la boca, ví como mi cachorro nadaba en el firmamento hacia la gran bola redonda y blanca que nos había hipnotizado segundos atrás. Se perdió en la noche y yo derramé unas lágrimas por no haberme podido zafar de la humanidad. Y ahora, cada noche que la luna se logra llenar, desde la colina escucho su aullido con el que me intenta llamar.
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