ARF
El panorama cambió sorpresivamente. Solo bastó una ráfaga de viento que me hiciera cubrir mis ojos para que todo mi alrededor se tornara intimidador. No había un alma por lo que podía notar con mi vista y solamente podía oír grillos y búhos, y sentía la succión de los charcos de lodo que pisaba. Mi paso se volvió cada vez más lento y temeroso.
Entonces sentí que había alguien más ahí, no lo podía ver, pero estaba. Pasos adelante, fuera del sendero, un grupo de ramas comenzó a sacudirse. Y de súbito, apareció. Su hocico alargado, orejas elegantemente erectas, una nariz húmeda y postura inquisidora, se presentaron frente a mí. Como si me estuviese restringiendo el camino, como si de ahí en adelante ese territorio fuera suyo. Me quedé helado frente a él, tenía mucho miedo, sentí que hasta ahí no más llegaba, que ese canino de piel azulada me devoraría con sus colmillos firmes y relucientes. Entonces me fijé en sus ojos, para ver la mirada de mi asesino antes de no sentir más. Y me encontré con unos ojos oscuros que me quitaron el temor de encima. Esa mirada nunca la voy a olvidar, fue una mirada que me hizo sentir tranquilo, ella me dijo mucho, pero no lo supe interpretar en el momento. Dio vuelta su animalidad, dándome la espalda, y comenzó a caminar por el sendero. Vi como se alejaba desde mi lugar, y cuando perdimos cercanía, él se detuvo y me miró otra vez. Esta vez, esa mirada me hizo caminar con tranquilidad. Seguí escuchando sonidos escondidos entre las ramas y agazapados en la oscuridad, pero ya no me provocaban esa cobardía que conocí momentos antes. Cuando miraba adelante, lo veía a él caminando a mi mismo ritmo, con todos sus sentidos pendientes a lo que pudiese ocurrir de imprevisto. Daba la impresión que me estaba protegiendo, ¿De qué? De mi propio miedo, pienso. Y sí que lo lograba, me sentía seguro al verlo al frente, con sus patas fornidas y su cabeza erguida, imponente. Recuerdo que en todo ese trayecto fui ignorante, no sólo eso, sino también inocente y confiado. Aquello que iba adelante mío era algo que por naturaleza no es de fiar, pero yo me dejaba llevar por algo sublime que corría por el aire que nos separaba. A medida que el camino se tornaba más oscuro, su presencia se tornaba más difusa. Ya no veía al animal azulado de antes, ahora veía al mismo, pero dorado. El oro hacía refulgir las hojas y dejaba una estela en el sendero. Yo lo seguía con la misma confianza, algo tenía ese lobo que me hacía sentir tan a gusto, incluso, por unos momentos llegué a sentirme completo. El camino se empezó a dilatar, las ramas cedieron espacio y la oscuridad se dejó penetrar por la luz, mientras las criaturas se silenciaban. La luz que tenía metros más adelante encandilaba y me atraía.
Entonces sentí cómo se aproximaba una ráfaga similar a la anterior, pero esta vez no me quería perder, no lo quería perder. Pero llegó, y me azotó cariñosamente el pelo. Me obstiné a no cerrar los ojos, a no quitarle la vista de encima a aquel lobo dorado. Y así fue, un viento dulce me envolvió y reconfortó, y mirando adelante, vi cómo un pequeño remolino desvanecía a mi guía que me miraba humildemente e impregnaba el aire de su presencia, y yo lo trataba de aspirar, pero era un aire tan grueso que hería. El viento me abandonó y me encontré de vuelta al desierto, el sol se acunaba entre las dunas y la selva había desaparecido como si hubiese sido una fantasía. El oro ahora se mimetizaba con la arena. Miré en todas las direcciones esperando, ilusamente, encontrar a mi compañero de viaje en alguno de los puntos marcados por la rosa. No lo encontré a él, pero entendí el por qué. Él no podía seguir conmigo, no es su naturaleza el pertenecer y corresponder, él debía seguir, seguir dando y encontrando sin recibir. Él era así. Y ahora que vago en mis arenas, en busca de mi hogar, me sigue rondando la pregunta de quién era él.
Entonces sentí que había alguien más ahí, no lo podía ver, pero estaba. Pasos adelante, fuera del sendero, un grupo de ramas comenzó a sacudirse. Y de súbito, apareció. Su hocico alargado, orejas elegantemente erectas, una nariz húmeda y postura inquisidora, se presentaron frente a mí. Como si me estuviese restringiendo el camino, como si de ahí en adelante ese territorio fuera suyo. Me quedé helado frente a él, tenía mucho miedo, sentí que hasta ahí no más llegaba, que ese canino de piel azulada me devoraría con sus colmillos firmes y relucientes. Entonces me fijé en sus ojos, para ver la mirada de mi asesino antes de no sentir más. Y me encontré con unos ojos oscuros que me quitaron el temor de encima. Esa mirada nunca la voy a olvidar, fue una mirada que me hizo sentir tranquilo, ella me dijo mucho, pero no lo supe interpretar en el momento. Dio vuelta su animalidad, dándome la espalda, y comenzó a caminar por el sendero. Vi como se alejaba desde mi lugar, y cuando perdimos cercanía, él se detuvo y me miró otra vez. Esta vez, esa mirada me hizo caminar con tranquilidad. Seguí escuchando sonidos escondidos entre las ramas y agazapados en la oscuridad, pero ya no me provocaban esa cobardía que conocí momentos antes. Cuando miraba adelante, lo veía a él caminando a mi mismo ritmo, con todos sus sentidos pendientes a lo que pudiese ocurrir de imprevisto. Daba la impresión que me estaba protegiendo, ¿De qué? De mi propio miedo, pienso. Y sí que lo lograba, me sentía seguro al verlo al frente, con sus patas fornidas y su cabeza erguida, imponente. Recuerdo que en todo ese trayecto fui ignorante, no sólo eso, sino también inocente y confiado. Aquello que iba adelante mío era algo que por naturaleza no es de fiar, pero yo me dejaba llevar por algo sublime que corría por el aire que nos separaba. A medida que el camino se tornaba más oscuro, su presencia se tornaba más difusa. Ya no veía al animal azulado de antes, ahora veía al mismo, pero dorado. El oro hacía refulgir las hojas y dejaba una estela en el sendero. Yo lo seguía con la misma confianza, algo tenía ese lobo que me hacía sentir tan a gusto, incluso, por unos momentos llegué a sentirme completo. El camino se empezó a dilatar, las ramas cedieron espacio y la oscuridad se dejó penetrar por la luz, mientras las criaturas se silenciaban. La luz que tenía metros más adelante encandilaba y me atraía.
Entonces sentí cómo se aproximaba una ráfaga similar a la anterior, pero esta vez no me quería perder, no lo quería perder. Pero llegó, y me azotó cariñosamente el pelo. Me obstiné a no cerrar los ojos, a no quitarle la vista de encima a aquel lobo dorado. Y así fue, un viento dulce me envolvió y reconfortó, y mirando adelante, vi cómo un pequeño remolino desvanecía a mi guía que me miraba humildemente e impregnaba el aire de su presencia, y yo lo trataba de aspirar, pero era un aire tan grueso que hería. El viento me abandonó y me encontré de vuelta al desierto, el sol se acunaba entre las dunas y la selva había desaparecido como si hubiese sido una fantasía. El oro ahora se mimetizaba con la arena. Miré en todas las direcciones esperando, ilusamente, encontrar a mi compañero de viaje en alguno de los puntos marcados por la rosa. No lo encontré a él, pero entendí el por qué. Él no podía seguir conmigo, no es su naturaleza el pertenecer y corresponder, él debía seguir, seguir dando y encontrando sin recibir. Él era así. Y ahora que vago en mis arenas, en busca de mi hogar, me sigue rondando la pregunta de quién era él.
3 Comments:
espectapolar , eta wnisimo , lo del espacio bizarro
se despide-...
tu admirador anónimo (y heterosexual)
"pectacular" :P
wuau
mm dale :P eso... chaop
Kta: hola =), como tay?, tanto eimpo sin conversar...es extraño pero siento q lo que escribiste es una eterna metafora...el ella...quien sabe quien era?....me gusto mucho...
=) sigue escribiendo
besos
kta
Publicar un comentario
<< Home