viernes, marzo 30, 2007

Momentos de Gloria

- Eres la enferma más linda del mundo, y tan quieta. Te amo.
Le dijo a quien estaba bajo cobertores y con romadizo. A cambio, él recibió una sonrisa, rubor y unos ojos transparentes que se le entregaban por completo.
Pensar que hace unas semanas atrás el llanto los había teñido en quiebre. ¿Alguna excusa? Sí, las diferencias. Pero eso no bastaba, eso ella, él y yo lo sabíamos bien. Esa conexión no se podía romper con algo tan lindo como las diferencias.

Se conocían demasiado bien, uno era parte del otro. Las discusiones eran ya parte de la rutina, tanto así que empezaron a temer. Y como el miedo, a los hombres (género), los hace cometer estupideces, esta historia no sería la excepción. Creando mares decidieron ponerse un fin, ponerle fin a lo, posiblemente, más hermoso de sus vidas. ¿Por qué? Cobardía natural. Se fueron por propios caminos, pero dejando el rastro con cada gota. Yo los escuché derramando partes de sí, sin importarles el lugar. Ellas caían y se tatuaban ahí. Una vez quise hacer la prueba de borrarlas, y aunque intenté con cloro y pasión, no lo logré. Y sonreí.
Pronto, los dos se dieron cuenta que habían marcado todo lo que habían cursado. Y con paso lento siguieron su huella por entre montes y fronteras, olvidando las barreras y nadando por la tierra. No fue un viaje largo, tampoco corto y fácil. Y se encontraron donde acababan los rastros. Dejaron de mirar el piso y se miraron a los ojos, y el par de parejas, que habían estado apagados, volvieron a brillar con mayor fuerza. Sus voces, tímidamente, se tocaron y se tomaron las manos. Lo harían de nuevo, pero esta vez, las diferencias no serían un problema, sino una virtud. El poder amarse cuando lo único en común es el verdadero amor.

Cuando se llega a ese estado, se comienzan a hacer estupideces, pero a uno no le importa, uno es feliz. Y a la vez, hace al otro feliz. Yo, como espectador me doy cuenta de eso, y entre una sonrisa y un bufido se me escapa la palabra cursi. Pero no me doy cuenta que el común significado de esa palabra desaparece cuando aparece ese sentimiento de afecto y pasión. Y ya no significa algo de apariencia, ahora es como la luna de la noche.

martes, marzo 27, 2007

Todo por llamar la atención

Sacó una hoja del árbol y se la guardó en el bolsillo del chaquetón. Caminó por entre la gente hasta encontrar una banca vacía. Se sentó y se puso a pensar. Pensó en él, en por qué se había ido de casa, cuándo había sido la última vez que había querido en verdad a alguien, por qué era tan atento con algunas personas que no tenían interés en él. ¿Cuándo había sido la última vez que bebió una cerveza con un amigo? ¿Alguna vez lo hizo?

Sentía la insatisfacción a flor de piel. Era hiel. Dejó de mirar al vacío y sintió el frío que hacía. Se frotó las manos y se calentó con su aliento. Se enconjió de hombros y metió sus manos desnudas en los bolsillos del chaquetón. La mano derecha se encontró con la hoja y la hizo bailar entre dedos. Sonrió y la sacó. Observó con detención cada línea que ésta tenía, quería sentir la textura de esta hoja caferilla, pero Krausse estaba excitado al máximo. Se sintió intimidado por la sencillez de esa hoja, y de su hermosura. Pero se sintió culpable de haberla arrancado de sus pares. Quien hubiese sabido lo que él pensaba le habría dicho que una hoja no tiene vida ni conciencia. Pero, ¿quién se lo podía asegurar? Dentro de una hoja ocurren procesos magníficos, y no todo debe ser idéntico a nosotros para hacer lo que nosotros. Somos singulares, no únicos. La pena la sintió igual, pero lo peor fue que se vio reflejado en ese pedazo de árbol.
Sacó un bolígrafo que tenía en el bolsillo interior de su chaquetón y lo hizo girar entre sus dedos. Lo destapó e hizo contacto con la hoja. Al principio no sabía que iba a hacer, desconocía el quién iba a ser, pero empezó a trazar líneas. Minutos pasaron, las nubes se seguían moviendo y el mundo girando, cuando dejó de rayar con su lápiz. Miró la hoja otra vez y notó escrito "me siento solo". Sonrió, miró a la derecha y a la izquierda, tapó-guardó el bolígrafo y se levantó del banco. Dobló solo su cuello para mirar la hoja, sonrió y la soltó. Y se fue caminando por donde mismo había llegado.

Días después la lluvia lo obligó a caminar a casa. Pasó por el parque donde las gotas hacían sonar como tambores las hojas secas repartidas por el suelo. Evitaba las pozas, creo interés en filtrar sus zapatos. Gente corría para escampar, él caminaba sin paraguas y otros cubiertos en umbrales y bajo cartones. La lluvia lo adornaba y hacía que algunos pelos le chocaran con sus pestañas. Manos en chaquetón algo le hizo mirar el suelo cuando pasaba cerca de una banca. Se detuvo al ver una hoja que tenía tinta y un poco de ella se estaba corroyendo. La recogió y la observó. Era la misma que él había escrito, y al mirar por el reverso, notó que las líneas de la hoja decían algo. "Ahora no lo estás". La volvió a guardar en su bolsillo y caminó a casa haciéndola bailar con sus dedos.

lunes, marzo 26, 2007

El granero privó al mundo de todo, ¿o fue la luna?

Con paso pausado se alejó de la conmoción. La emoción. El humo que salía de los carros y uno que otro llanto lubricando la carne muerta. Era prematuro en algunos casos, pero ¿quién ha dicho que la vida es justa? Algunos ayudaban y los que no, se tapaban la boca con asombro. Los que tenían celular contaban el suceso de sus no vidas al otro lado de la línea. Las sirenas no cantaban ya, solo señalaban el lugar de los hechos, pero siempre en silencio.

La muerte sedujo a unos cuantos, otros no alcanzaron a sentir su beso, se salvaron. Ella ya se había ido de ahí con sus nuevos trofeos, mucho antes de que los paramédicos llegaran. Él no. Él se fue apenas ellos llegaron. Una ronda de gente aislaba al mundo de la tragedia. Se fue alejando y prendió un cigarro con el encendedor que su abuelo dejó caer en su último suspiro. Sus dedos sin yemas reconocibles tiritaban levemente por culpa del maldito párkinson. Dejó que su humo se mezclara con el que había dejado atrás, pero de todas maneras lo perseguía. Quiso intentar algo, acabar el cigarro sin usar las manos. Las que abrigó en los bolsillos de la chaqueta y sus labios seniles juguetearon con el cilindro. Se le había acabado el pavimento, había entrado en propiedad privada. El pasto era largo y en la noche parecía verde. Los grillos componían en él mientras el viento lo agitaba. Él seguía caminando, de vez en cuando se percataba de la luz roja que, ténuemente, alumbraba su andar. Mitad cenizas y haciendo equilibrio. Llegó a un granero y lo miró. Vió lo que se podía bajo la luna, vió la falta de candado, miró la luna. Se sacó el cigarro y lo apagó contra la madera del granero mientras abría la puerta. Oscuridad. No intentó buscar un interruptor, quería intentar algo nuevo. Se movió aún más lento, exceptuando sus manos que se movían igual de desordenadamente. No tropezó, solo chocó con obstáculos que había puesto la noche ahí. Encontró una escala de madera que daba a una plataforma un minuto arriba. Subió. Pensó. Llegó. La madera crujía con cada paso que daba, pero nunca pensó en quebrarse bajo sus pies. Se acercó al muro y abrió de par en par dos tablones que dejaban ver el campo abierto. La noche entró al granero y lo opacó todo. Luego miró la luna y se encandiló. Por poco pierde el equilibrio. Se apoyó en el marco y se enterró una astilla, pero no le dio importancia. Paccini ya no respondía en varias partes de él. Miró de memoria donde encontraría el cofre, pero no habían estrellas en ese cielo despejado, además de la luna.

Para sentirse menos viejo, o verse como se sentía, se sentó en el umbral dejando sus piernas balancear en la nada. Sacó un nuevo cigarro y lo prendió. El temblor hizo caer el encededor que se apagó en el viaje al piso. Los grillos empezaron a gritar y a lo lejos alcanzó a ver unos puntos rojos que se iluminaban de repente y el humo, débil, que contaminaba el espacio en blanco que tenía esa noche. Hizo argollas de humo y se las lanzaba a la luna, vistiéndola por fracciones de segundo. Guardó una mano en la chaqueta y volvió a mirar donde debería estar el cofre. Nada. No quitó la vista. Imaginación o reacción, algo destelló. Continuó y otra vez ocurrió. Apretó los ojos, observó con toda su pasión y se inclinó. Sintió paz, algo tibio en su frente y apareció una por una cada estrella del cofre.

domingo, marzo 18, 2007

Desfragmentar

Otra vez en la calle. Otra vez en una calle sin salida. Imagínate un ambiente nocturno y uno de esos callejones con tarros de basura y gatos apareciendo de la nada. Ahí se encontraba otra vez, otra vez y otra vez. Los muros que no se veían, eran de ladrillo y las estrellas no se veían por culpa de la nubosidad. A lo lejos se escuchaba cómo se aproximaba la gente con antorchas y una marcha lenta.
Se empezó a preocupar, al frente no había nada más que una no salida y más atrás, aún nada. A pesar de haber nada atrás, no se atrevía a retroceder, su peor miedo era reencontrarse con esa gente que se acercaba. La marcha ya le hacía temblar sus tímpanos y empezaba a sudar a causa del miedo que sentía. Se estaba sitiendo como un pez en la malla de pescar, por lo menos eso creía. Podía luchar con ello, pero le faltaba iniciativa. Ya lo impacientaba la no llegada de las antorchas, y el negro del lugar lo estaba volviendo loco. No respiraba, apenas hablaba entre dientes una lengua muerta y cerraba los ojos con esperanzas en desaparecer. Sintió explosiones y el fuego comiendo metal y liquidando almas inocentes. Tenía frío a pesar de todo eso, el chaleco de lana no era suficiente para contrarrestar el roce de la muerte que seduce minutos antes del final. Se culpó de todo lo que le estaba pasando, se odió por lo que estaba pasando y aún así no podía evitar lo que estaba pasando. Se agachó y tomó un trozo de basura, parecía ser una caja de cartón, parecía. Se levantó y con rabia la arrojó contra el muro, la caja reventó. Extraño, era un debilucho y la caja era liviana, e igual se fragmentó. Tocó el muro y lo sintió áspero, como cualqueir muro. Los pasos se acercaban cada vez más, él sudaba cada vez más y las calles aledañas se iluminaban de un rojo vacilante, cada vez más. A tientas, pero no tanto, tomó otro objeto que estaba entre la basura y lo lanzó más fuerte contra el muro. Y con un silencio ensordecedor reventó el pedazo de basura. Y en la entrada a la calle de no salida, pasó una antorcha iluminando. Sus pupilas se empequeñecieron y giró su cuello. Más silencio, lo único que se podía escuchar era el baile del fuego que iluminaba los rostros de los dos sujetos que se volvían a encontrar. Luego eran tres, luego eran cuatro, y cinco y cien. Ya no alumbraban rostros solamente, hasta el deseo más oculto estaba a la luz en ese sucio callejón. Las antorchas no daban calor, pero él sudaba y miraba a cada uno de los que tenía al frente suyo. Los miraba y los reconocía y se espantaba con cada uno. Se acercaban a paso de hormiga ahora, sin hacer ruido alguno, el pánico los retenía lejos. Tomó un trozo de basura y lo tiró hacia donde estaba el fuego. Se rostizó. Y ahora, para ver algo antes de desaparecer, lanzó otro trozo contra el muro y éste, ahora iluminado, se fragmentizó y se mezcló con el aire.
Entonces las antorchas corrieron hacia él y se le iluminaron hasta las ideas, y a pesar de no tener hacia donde escapar, decidió correr. Corrió con todas las fuerzas que tenía y chocó contra el muro su cabeza. Luego, poco a poco, todo su cuerpo. Y al igual que un trozo de basura, se fragmentizó. Apenas esto ocurrió, las antorchas se apagaron y todos los sujetos volvieron a su hogar.
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