jueves, junio 28, 2007

Negriazul

Demasiado asustado para saltar. El valor se fue agotando con cada paso que daba por el bosque. Las penumbras se extendían ya por todo lugar desocupado, lugares a los que la luz de la luna no podía acceder. Las hojas parecían crujir con el viento y los troncos hablar, los animales se refugiaban y recogían sus garritas cada vez que uno de sus zapatos aplastaba el pasto.

Él se daba cuenta que ojos llenos de timidez lo seguían por todo su camino, por entre los arbustos, colgándose de las ramas u oscureciéndose en campos libres. No habían ruidos que lo asustaran, los búhos que lo miraban se negaban a ulular y el ruido que hacían los árboles le provocaba una sensación de consejo que no sabía explicar. Con todo ese silencio sepulcral su respiración parecía un tornado de temor y su pestañear un terremoto que acababa en su garganta que cada vez se le hacía más difícil tragar saliva. La noche azul penetraba por el sendero y teñía en degradé cada pigmento que fuera distinto. Era un andar dicromático, uno negriazul. Lo que antes había sido visto como un paso rápido y decidido, ahora se había convertido en uno lacoso de convicción, hasta cobarde. Paso que se detuvo cuando llegó al fin del sendero, un extremo que cambiaba en noventa grados. Sus ojos y los de las criaturas escondidas miraron hacia abajo, donde apareció otro sonido, el de las nubes reventando contra el acantilado. La violencia se sentía en cada vello que se le erizaba y en su respiración que se aceleraba e interrumpía de súbito, repitiéndolo una y otra vez. Un búho ululó y él se espantó, perdiendo el equilibrio por un momento. No sabía que el propósito del tornacéfalo no era asustarlo, sino que había tratado, inutilmente, de decirle que no lo hiciera. El miedo se había apoderado completamente de él, y eso los árboles lo notaban. Sufrió un lapsus de decisión imaginaria impalpable y se quitó la chaqueta, la dejó en el suelo y sobre ella puso su reloj de bolsillo y relicario. Se desató la corbata y desabotonó el cuello de la camisa. Respiró hondo y miró las nubes que arremetían groseramente contra las rocas que habían abajo. Los ojos escondidos en los arbustos se ahogaban en pseudolágrimas y trataban de decirle con la mente que desistiera. Cerró los ojos y flectó sus rodillas temblorosas cuando escuchó una respiración muy profunda a su lado. Era un cuadrúpedo que no le dirigió la mirada, se mantenía quieto a su costado y miraba hacia el borde. Él trataba de entender qué hacía ahí ese lobo que con su presencia había hecho que el resto de los animales se hicieran invisibles y que los árboles no susurraran. Parecía que le temían. Pero, a su vez, el canino se preguntaba lo mismo de él. Rápidamente, se despreocuparon de la compañía del otro y volvieron a sentir algo de duda ante el borde.

Hubo un largo rato en que el viento dejó de frotarles sus frentes y que el silencio reinó con angustia. Fue cuando los dos decidieron mirarse, sus pupilas chocaron y toda la oscuridad que envolvía, reveló su visibilidad en el reflejo. Les hubiese gustado sonreirse, pero ya no había vuelta atrás. Se asomaron para ver las nubes espumosas y tragaron aire con dificultad. Tomaron un impulso y saltaron hacia lo que no sabían. Apenas entraron al aire, los ojos de los arbustos salieron de su refugio tratando de recuperarlos, las ramas trataron de cogerlos pero los troncos lloraban porque las imposibilitaban. El pasto sollozaba mientras abrazaba su abrigo y se tragaba el relicario y el reloj. Cuando empezaron a caer, el llanto que dejaron atrás era inconmensurable y la caída duraba una eternidad. Aún no veían de cerca las nubes cuando el viento se acordó de soplar y les sopló con todas sus fuerzas en la cara. Y los hizo caer en la otra dirección, haciéndolos reposar en el firmamento, como todos los solitarios que ahora se acompañan por todos los tiempos.

martes, junio 26, 2007

Dintel

El sol se estaba posando sobre el horizonte, dando entrada a los bebedores y jugadores. Escalones abajo, la barra ya empezaba a tener clientes que querían ahogar sus penas o ahogar al cantinero con ellas. Cuando la noche entrara por la ventana, ella tendría que bajar a ayudar con la clientela, su padre se encargaba de la barra y ella de las mesas junto a su madre. Pero por ahora acompañaría al sol hasta la salida.

Se apoyó en el dintel de la ventana y le pidió al astro rey que se quedara con ella un rato más. La luz naranja se dedicaba a ignear las nubes mientras ella, con su rostro entre las manos, le contaba de sus miedos y dudas. Bajo ella, la puerta de la cantina se abría cada vez más regularmente para entrar, nadie salía. Las pisadas de la marcha del grupo de armas percutían en los adoquines que ritmeaban su contar. El sol la escuchó sollozar por la soledad que sentía y el miedo a permanecer así. La luna tocaba la puerta cuando ella empezó a confidenciarle al sol sobre un hombre que estaba en una mesa con amigos donde le había tocado servir tragos la noche pasada. Le costó describir bien cómo era, pero recordaba a la perfección sus ojos y mirada. Unos ojos oscúrpulos que la dejaron sin reaccionar y calaron hasta el fondo de sus emociones, aflorando lo que nunca antes había sentido. Algo de timidez con sensualidad, o quizás sólo fue amor. Las rodillas le flaquearon y la bandeja por poco se le cae si no hubiese sido por él que la sustuvo y le sonrió. Ella sonrió agachando la cabeza y desapareció con la bandeja. Pasó la noche completa en la barra sirviendo a los más ancianos y a uno que otro joven despechado, y cada vez que tenía ángulo, miraba a ese tipo que reía con sus amigos. El sol se aferraba a las nubes aradas para terminar de oir la historia. Ella continúo contando que él y sus amigos habían pedido una ronda más de whisky. Sus padres estaban muy ocupados y la mandaron a atenderlos. Otra vez se encontró con esos ojos, pero esta vez no bajó la vista. No hablaron, solo se miraron y se lo dijeron todo. Esta vez, digna, se alejó bien erguida y a paso elegante. Pasó el resto de la noche y la madrugada viendo cómo se embriagaban unos, cómo lloraban otros y cómo reían algunos, y cruzando miradas con él cada vez que podía. Luego llegó la hora de sacar a la gente del bar para poder cerrar las puertas. Los más jóvenes salieron apoyados en los más viejos y el resto salió a carcajada libre. Y le contó al sol, que aún alumbraba con porfía, que cuando él salió, sintió que se besaban las pupilas.

La luna ya se estaba impacientando y no quería escuchar más historias, entonces disparó sus estrellas que acabaron por exiliar al sol. Ella desde el dintel se despidió de él y saludó a la malhumorada luna. Sintió la suave brisa de la noche provocada por el constante abrir de la puerta del bar y luego escuchó a su papá llamándola desde la barra. Se apartó de la ventana, dejándola abierta, se amarró el pelo y bajó las escaleras, llena de esperanzas.

jueves, junio 14, 2007

Vagabundo

Me gusta la lluvia, lo reconozco y no me avergüenzo. Me gusta verla caer gota por gota y adoro cuando una se revienta en mi lengua y se filtra en mí. Eso sí, creo que es más seguro dejar de hacerlo. El otro día me enteré de un amigo de mi tío que una tarde de lluvia se fue a pasear por ahí. Llegó hasta el centro de la ciudad, buscó un lugar tranquilo y se tiró de espaldas enfrentando al cielo. Cerró sus ojos y abrió la boca para que el agua entrara. Pero ella se salió de control y las gotas, todas, se dirigían hacía su cloaca abierta. Él estaba tan tranquilo que se quedó dormido mientras el agua le tapaba la boca. Y en un momento que olvidó respirar por la nariz, intentó por la boca y se tragó un abundante volumen de lluvia. Trataba de devolver el agua mientras tosía, pero era imposible. Días después se empezó a sentir enfermo, los mareos eran incontrolables y sus venas ya no se veían verdes.

Me había cansado de caminar bajo la lluvia, entonces busqué un lugar cubierto para sentarme a descansar, y talvez comer algo que encontrase en mi mochila. Lo encontré, era una banca roja, pero estaba ocupada por un hombre y su café. Me acerqué y le pregunté si podía quitarle el asiento al vaso ya vacío, no hubo problema y me acomodé. Desde la banca me puse a mirar la lluvia caer sobre el pasto y pastelones. ¡Cómo me gusta la lluvia! Es tan rico su aroma y el silencio que ésta trae. Antes, cuando estaba caminando, noté lo hermosa que es la combinación de la lluvia con el perfume bien escogido de una mujer. Lo disfruté, incluso creo haber llegado a fantasear.
Un ladrido me hizo mover mi cabeza hacia la derecha, era el perro vagabundo más lind que he visto en mucho tiempo. Raquítico, café claro, de hocico puntiagudo, orejas erectas, cola recogida entre las piernas y una mirada irresistible. Ladraba a otro perro que andaba cerca, pero bajo la lluvia. Creo que le decía que lo detestaba porque tenía un pelaje más abundante que lo hacía no tiritar. Luego caminó hacia la banca en que estaba sentado y el tipo a mi lado, con un diario personal abierto, extendió su mano y acarició al can. De reojo miré la página escrita y me di cuenta de que era escritor, uno de los sensibles. Eso me lo corroboraba su postura de cuaje en rodilla y el "Deseo acariciar a aquel perro que ladra..." que tenía escrito. Sentí algo de ternura y miré hacia al frente, volví a encontrarme con las gotas descendentes. Miré tanto rato que en un momento las gotas viajaban en distinto orden. Del charco en el suelo surgía una burbuja que explotaba y saltaba una gota que nadaba por el aire hacia una gran nube gris que se extendía por el cielo. Todas hacían lo mismo, todas al revés.
Sin darme cuenta, el perro se había sentado a mi derecha, tiritando, y a mi izquierda el escritor poblabla la hoja con letras. No sentía deseos de comer aún y me dieron unas ganas locas de caminar bajo la lluvia otra vez. Me levanté y pisé el pasto, el pelo se me mojaba y escuché un quejido. Afiné el oído y volví a escuchar otro quejido. Era el árbol que tenía al lado, me contó que no le gustaba la lluvia. Yo discrepé y me di cuenta que quería hablar, entonce slo escuché. Me dijo que el agua le gustaba, pero la de los riegos, la lluvia no. Hace un tiempo ya que venía sintiendo que las gotas de lluvia no caían con suavidad, sino que le hacían daño. Cada una que caía, percudía una de sus hojas y debilitaba su tronco. Con pena me contó que años atrás soñaba con crecer y llegar a tocar el cielo, pero ahora le daba miedo. Ese cielo era algo que lo asustaba.

Se me mojaron las zapatillas y los calcetines, así que me fui bajo techo otra vez. Mirando el árbol a distancia, recordé el final de la historia del amigo de mi tío. Días después de su paseo por la lluvia y ahogo en las gotas, se empezó a sentir muy mal. En el trabajo, donde trabaja con mi tío, andaba mareado todo el día y hacía mal el trabajo. Una vez, estaba abriendo un sobre con una cortapluma, cuando le dio un fuerte dolor y se pasó a llevar un dedo con el filo de la navaja. Gritó y mi tío lo fue a ver a su escritorio, lo encontró sangrando del dedo. Pero la sangre no era roja, estaba polucionada y ennegrecida. Luego de eso, estuvo tres días en reposo en su casa, donde tosía humo y lloraba ácido, y en la madrugada del cuarto día, murió.

sábado, junio 02, 2007

Naftalina

Se le olvidaba a quién llamaba mientras escuchaba el sol que salía por el auricular, no recordaba dónde dejaba su billetera y fumaba más de la cuenta. La mirada perdida de antaño, ahora estaba por completo extraviada, alejada del mundo en que divagaba. Las sombra del día y de la noche le parecían lo mismo, no había diferencia entre el dolor y el amor.

A estas alturas sus capacidades sensoriales se rehusaban a funcionar correctamente. Ya no sufría calofríos cuando el helar le golpeaba el hombro al caminar en el amanecer. Sus dedos ya no reconocían su propia piel, y aún así, sus ojos no se sorprendían. Cada vez que la luz se apagaba sus pupilas se mantenían contraídas, incluso se podría decir que su iris empezaba a tener una oscuridad propia.
En su abrigo había naftalina en cada bolsillo, las polillas en él se posaban pero no agujereaban. Esa noche lo sacó del ropero y no le importó lo más mínimo que se quedasen estáticas en la tela. Se lo puso, pidió permiso a una de ellas que impedía el paso al bolsillo que contenía un cigarro antiquísimo y lo encendió con la última vela que alumbraba su habitación. El humo no hacía ninguna diferencia en su pulmón de madera ni en el membranoso. Es más, hasta parecía que lo limpiaba de todo lo que entraba.
Se alejaba de su aposento a un paso corto, hasta temeroso, y su cigarro era interminable. Paseó por las calles confundiendo palacios con favelas, y perdiéndose entre muros de concreto y árboles sin secretos. El humo salía por su boca que con el tiempo había logrado olvidar el sabor de la compañía. Éste fluía por el aire que le acariciaba su cara y luego volvía a buscar el camino de entrada a esa hostal tan solitaria.
Quizás las estrellas titilaban por las carcajadas que les daba ver a ese pobre hombre caminar de madrugada envuelto en polillas. Curioso me parecía que ellas no se movieran y trataran de alcanzar a la gran ampolleta que dirigía la risa. Talvez si lo hacían, apagarían la burla y dejarían caminar. Pero eran fieles al abrigo y de vez en cuando le advertían al hombre sobre algunas grietas que lo podrían hacer caer.
Los gritos de los pájaros y el cantar del viento lo llevaban a un lugar que él no sabía si podría recordar. Las estrellas seguían con su amiga la risa y las cejas del hombre crecían y crecían mientras se platinaban. Su mirada perdida pasó a ser una mirada cansada de estar perdida, pero ya nada podía hacer para cambiarlo. En un mundo donde no supo encontrar un lugar que buscar, ya no le parecía virtuoso hacer esfuerzos sin fe, sublevados a la escencia y la magia. En una vida que se encargó de quitarle todo lo que aspiraba a tener y lo calló cada vez que quiso apelar. Su cara estaba marcada con los bofetazos que ésta le dio.
El cigarro existía, las cenizas aún no. Las polillas se habían quedado dormidas poco tiempo después que él dejó atrás todo farol y abalanzaba sus pasos por entre el musgo de raíces que soñaron con llegar más alto y reír con los astros. El aleteo impulsivo de una que sufría un mal sueño, lo hacía sentirse menos solo, e incluso amado.
Sin darse cuenta llegó al corazón de los árboles, donde los insectos hacen sus rituales y las hojas todas convergen y rumorean sus desgracias. Las corrientes de aire chocaban desde todas las direcciones, y él se encontraba en el medio. Las cejas le chocaban con el ojo y le robaban sus colores tan opácos que hasta parecían felices de serlo. El humo de su cigarro incapaz de consumirse se quedaba frente a él y lo miraba. Lo miraba con cariño y paz, y le sonreía con comprensión. Luego intentaba volver a entrar, pero no podía.
Las corrientes se hastiaron de rugir y reposaron en las ramas algo desnudas. Las polillas dejaron de llorar y todas miraron hacia él buscando protección. Volvió a mover sus piernas y sintió cómo las polillas se apretaban a él, ajustando el abrigo. Caminó pisando hojas y escupiendo recuerdos fugaces, recuerdos que se plasmaban en la nube de humo que bailaba junto a él y le conversaba sin ser escuchada.
Se acordó de que estaba olvidando hasta quién era él. Las estrellas se escuchaban lejanas y empezaban a difuminarse entre unos rayos escurridizos de un sol naciente. La nube de humo del cigarro le dijo quién era y que ella sabía todo sobre él, por si llegaba a tener alguna duda, algún olvido. Mientras la escuchaba, sus cejas fueron creciendo mucho más, hasta el punto en que no podía ver, pero ahora el musgo movía sus pies y las polillas procuraban su equilibrio.

Dejó atrás los troncos vírgenes y raíces frustradas para acercarse a un sol que quiería exhibirse y enfrentarlo. Él estaba más confundido que antes, no recordaba cómo había llegado aquí, no recordaba a quién había llamado antes de salir, y ahora el olor a naftalina le recordaba que no sabía diferenciar entre realidad o ilusión. Sentía cómo sus cejas le hacían cosquillas en el cuello y seguían creciendo. Las polillas habían abandonado el abrigo poco a poco, para montarse en sus cejas. Caminó por entre el pasto y la nube de humo acompañaba acariciándole los pedazos de piel que quedaban al descubierto. En ese momento se olvidó de la soledad que lo había acompañado por tanto tiempo, y sentía una compañía original. El cigarro plantado entre los labios y pelos, el humo erótico, el musgo lazarillo y las polillas filiales que le cantaban con ternura. Fue cuando entre su pulmón de madera y el de plástico nació un tallo de flor que lo ahogó todo y detuvo el respirar. Su paso se detuvo y se sintió la paz, y entre las cejas que vestían al hombre, una tos se escapó y lanzó cientos de semillas que brotaron al chocar con el suelo. Crecieron de mil colores y millones de formas, y todas le sonrieron con amabilidad y agradecimiento. Las polillas lo abrazaron, el musgo lo hizo resbalar suavemente y empezó a caer. Con tranquilidad la nube de humo amortiguó su caída y mientras sus enormes cejas se desparramaban por todas partes tiñiéndose de los colores florales, las pequeñas alimufladas tomaron las bolitas de naftalina, se despidieron con llanto y volaron a un nuevo ropero. Y ahí quedó, el cigarro sin consumir y su humo fiel velándolo por siempre.
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