Negriazul
Demasiado asustado para saltar. El valor se fue agotando con cada paso que daba por el bosque. Las penumbras se extendían ya por todo lugar desocupado, lugares a los que la luz de la luna no podía acceder. Las hojas parecían crujir con el viento y los troncos hablar, los animales se refugiaban y recogían sus garritas cada vez que uno de sus zapatos aplastaba el pasto.
Él se daba cuenta que ojos llenos de timidez lo seguían por todo su camino, por entre los arbustos, colgándose de las ramas u oscureciéndose en campos libres. No habían ruidos que lo asustaran, los búhos que lo miraban se negaban a ulular y el ruido que hacían los árboles le provocaba una sensación de consejo que no sabía explicar. Con todo ese silencio sepulcral su respiración parecía un tornado de temor y su pestañear un terremoto que acababa en su garganta que cada vez se le hacía más difícil tragar saliva. La noche azul penetraba por el sendero y teñía en degradé cada pigmento que fuera distinto. Era un andar dicromático, uno negriazul. Lo que antes había sido visto como un paso rápido y decidido, ahora se había convertido en uno lacoso de convicción, hasta cobarde. Paso que se detuvo cuando llegó al fin del sendero, un extremo que cambiaba en noventa grados. Sus ojos y los de las criaturas escondidas miraron hacia abajo, donde apareció otro sonido, el de las nubes reventando contra el acantilado. La violencia se sentía en cada vello que se le erizaba y en su respiración que se aceleraba e interrumpía de súbito, repitiéndolo una y otra vez. Un búho ululó y él se espantó, perdiendo el equilibrio por un momento. No sabía que el propósito del tornacéfalo no era asustarlo, sino que había tratado, inutilmente, de decirle que no lo hiciera. El miedo se había apoderado completamente de él, y eso los árboles lo notaban. Sufrió un lapsus de decisión imaginaria impalpable y se quitó la chaqueta, la dejó en el suelo y sobre ella puso su reloj de bolsillo y relicario. Se desató la corbata y desabotonó el cuello de la camisa. Respiró hondo y miró las nubes que arremetían groseramente contra las rocas que habían abajo. Los ojos escondidos en los arbustos se ahogaban en pseudolágrimas y trataban de decirle con la mente que desistiera. Cerró los ojos y flectó sus rodillas temblorosas cuando escuchó una respiración muy profunda a su lado. Era un cuadrúpedo que no le dirigió la mirada, se mantenía quieto a su costado y miraba hacia el borde. Él trataba de entender qué hacía ahí ese lobo que con su presencia había hecho que el resto de los animales se hicieran invisibles y que los árboles no susurraran. Parecía que le temían. Pero, a su vez, el canino se preguntaba lo mismo de él. Rápidamente, se despreocuparon de la compañía del otro y volvieron a sentir algo de duda ante el borde.
Hubo un largo rato en que el viento dejó de frotarles sus frentes y que el silencio reinó con angustia. Fue cuando los dos decidieron mirarse, sus pupilas chocaron y toda la oscuridad que envolvía, reveló su visibilidad en el reflejo. Les hubiese gustado sonreirse, pero ya no había vuelta atrás. Se asomaron para ver las nubes espumosas y tragaron aire con dificultad. Tomaron un impulso y saltaron hacia lo que no sabían. Apenas entraron al aire, los ojos de los arbustos salieron de su refugio tratando de recuperarlos, las ramas trataron de cogerlos pero los troncos lloraban porque las imposibilitaban. El pasto sollozaba mientras abrazaba su abrigo y se tragaba el relicario y el reloj. Cuando empezaron a caer, el llanto que dejaron atrás era inconmensurable y la caída duraba una eternidad. Aún no veían de cerca las nubes cuando el viento se acordó de soplar y les sopló con todas sus fuerzas en la cara. Y los hizo caer en la otra dirección, haciéndolos reposar en el firmamento, como todos los solitarios que ahora se acompañan por todos los tiempos.
Él se daba cuenta que ojos llenos de timidez lo seguían por todo su camino, por entre los arbustos, colgándose de las ramas u oscureciéndose en campos libres. No habían ruidos que lo asustaran, los búhos que lo miraban se negaban a ulular y el ruido que hacían los árboles le provocaba una sensación de consejo que no sabía explicar. Con todo ese silencio sepulcral su respiración parecía un tornado de temor y su pestañear un terremoto que acababa en su garganta que cada vez se le hacía más difícil tragar saliva. La noche azul penetraba por el sendero y teñía en degradé cada pigmento que fuera distinto. Era un andar dicromático, uno negriazul. Lo que antes había sido visto como un paso rápido y decidido, ahora se había convertido en uno lacoso de convicción, hasta cobarde. Paso que se detuvo cuando llegó al fin del sendero, un extremo que cambiaba en noventa grados. Sus ojos y los de las criaturas escondidas miraron hacia abajo, donde apareció otro sonido, el de las nubes reventando contra el acantilado. La violencia se sentía en cada vello que se le erizaba y en su respiración que se aceleraba e interrumpía de súbito, repitiéndolo una y otra vez. Un búho ululó y él se espantó, perdiendo el equilibrio por un momento. No sabía que el propósito del tornacéfalo no era asustarlo, sino que había tratado, inutilmente, de decirle que no lo hiciera. El miedo se había apoderado completamente de él, y eso los árboles lo notaban. Sufrió un lapsus de decisión imaginaria impalpable y se quitó la chaqueta, la dejó en el suelo y sobre ella puso su reloj de bolsillo y relicario. Se desató la corbata y desabotonó el cuello de la camisa. Respiró hondo y miró las nubes que arremetían groseramente contra las rocas que habían abajo. Los ojos escondidos en los arbustos se ahogaban en pseudolágrimas y trataban de decirle con la mente que desistiera. Cerró los ojos y flectó sus rodillas temblorosas cuando escuchó una respiración muy profunda a su lado. Era un cuadrúpedo que no le dirigió la mirada, se mantenía quieto a su costado y miraba hacia el borde. Él trataba de entender qué hacía ahí ese lobo que con su presencia había hecho que el resto de los animales se hicieran invisibles y que los árboles no susurraran. Parecía que le temían. Pero, a su vez, el canino se preguntaba lo mismo de él. Rápidamente, se despreocuparon de la compañía del otro y volvieron a sentir algo de duda ante el borde.
Hubo un largo rato en que el viento dejó de frotarles sus frentes y que el silencio reinó con angustia. Fue cuando los dos decidieron mirarse, sus pupilas chocaron y toda la oscuridad que envolvía, reveló su visibilidad en el reflejo. Les hubiese gustado sonreirse, pero ya no había vuelta atrás. Se asomaron para ver las nubes espumosas y tragaron aire con dificultad. Tomaron un impulso y saltaron hacia lo que no sabían. Apenas entraron al aire, los ojos de los arbustos salieron de su refugio tratando de recuperarlos, las ramas trataron de cogerlos pero los troncos lloraban porque las imposibilitaban. El pasto sollozaba mientras abrazaba su abrigo y se tragaba el relicario y el reloj. Cuando empezaron a caer, el llanto que dejaron atrás era inconmensurable y la caída duraba una eternidad. Aún no veían de cerca las nubes cuando el viento se acordó de soplar y les sopló con todas sus fuerzas en la cara. Y los hizo caer en la otra dirección, haciéndolos reposar en el firmamento, como todos los solitarios que ahora se acompañan por todos los tiempos.