domingo, abril 29, 2007

Sueño Precog

Era una de esas noches donde la luna alumbra con sombras violetas, y violentas eran las esquinas de los muros desconstructivistas que componían el laberinto. No había techo, era el cielo al descubierto cubierto de estrellas taciturnas y centelleantes. Ella me había dicho que la encontrara y había salido corriendo por los lúgubres pasillos. Yo no corrí, me fui a paso tranquilo, pero temeroso por la poca luz. No la alcanzaba en velocidad, pues mis pies no lo permetían, a cambio, mi vista obsesionada en ella la seguía con esmero. Así sabía qué camino seguir para llegar a ella.

Desapareció de mi vista, pero no pensé en detenerme frente a las penumbras y adobes gélidos en momento alguno. Su perfume había dejado una estela en las partículas de aire, dibujando un pentagrama de aromas que, a medida yo avanzaba, me impregnaba el pecho y lo que éste resguarda. Caminé con pupilas indiferenciables del iris hasta que en una vuelta de esquina me la encontré, esperándome, con su vestido blanco floreado. Ni una palabra cruzó mis labios, pero en un pestañear, los de ella cruzaron el umbral que nos mantenía en la nada. Clavó con su mirada a mi desconcierto y luego escapó con afán de ser seguida. Yo me quedé petrificado y decepcionado porque no quería que fuera así, no había tenido la magia que había idealizado. Volví a sentir la luna por sobre los muros y retomé la ruta de su escencia. De caminar por la oscuridad, sin darme cuenta llegué a dar a un parque iluminado por velas, que era lo único que dejaban ver las tienieblas. Seguía siendo una noche violeta, arbustos bajos y al centro unos juegos de madera. Tenía una plataforma, un resbalín y dos columpios. En la plataforma había una especie de cena con velas y en uno de los columpios, se balanceaba ella. Parecía estar esperándome, entonces me acerqué. Y cuando estaba cerca del columpio desocupado, ella desapareció. Nunca antes me había sentido tan triste, solitario y final. Miré las velas, y las pequeñas llamas salieron de su cauce natural e hicieron brotar una pira furiosa incapaz de quemar. Aún así no sentí más temor por la desgracia que por mi desgracia.

Luego, todo se descontroló, un torbellino de arena empezó a arrancarlo todo para ensamblarlo en su belleza giratoria. El fuego no se consumió, por el contrario, dio vida a nuevas formas. En un pestañear me encontré al medio de un torbellino que cargaba con camellos, elefantes rosados, llamaradas multicolores, la noche violeta, mantis religiosas, tablas, flores de tela, e incluso me atrevería a decir que tuve que esquivar una beluga. Pero dentro de ese caos algo me mantenía sereno. Al principio no sabía qué era, hasta que en un grano de arena que giraba, luego en otro y en otro, descubrí que iba ella cabalgando. Y sin pensarlo dos veces, me dejé devorar por ese vorágine misceláneo.

sábado, abril 28, 2007

Sol menguante

En una cuenca pequeña, de suelo verde vivo, pero difuminado por las sombras del atardecer, ella decidió recostarse sobre la manta que habían llevado. Cerró los ojos e inspiró con amplitud, cuando soltó el aire de su pecho, cientos de monarcas volaron a teñir la luz del astro rey. Sintió cómo cada uno de sus músculos se fue relajando y sentía cosquillas en su cuerpo por el puro roce de la brisa. Ella desconocía la paz que sentía, nunca antes la había experimentado, pero la verdad es que no era plena. Por eso le parecía rara, no era paz completa, dentro de ella había algo que la atormentaba.

Él la había dejado junto al chalón y había ido a buscar algo al vehículo. Vio cómo ella se ajustaba el pelo y se recostaba con los ojos cerrados. Caminó hacia el auto, abrió la maletera y sacó un librito con hojas maltratadas por el escribir. Cerró la cajuela y caminó de vuelta a la cuenca donde la había dejado esperando, cuando un sentimiento extraño lo atacó. Quizás fue el viento reflexivo que lo hizo mirar al cielo o el tono de las nubes esparcidas tras las montañas. Se detuvó en el lugar y vio pasar una mariposa naranja frente suyo que luego se posó en el borde de la entrada a la cuenca. Sintió un extraño impulso que lo llevó hacia allá donde se sentó y dejó a su lado el librito de tapa roja acuerada. Sus pies se balanceaban en la nada y sentía un triste mirar bajo sus cejas hacia el sol menguante que tenía al frente. Estaba muy preocupado de ella, que estaba sola en ese momento, pero una fuerza externa lo persuadía para despreocuparse. Se entregó al pensar y sus ojos llenos de chispa se convirtieron en los más melosos de la tierra.
Su vestido afloraba todos los razonamientos previos formulados, y su cuaderno cobijaba cada prosa de sentimiento que había sido provocado. Siempre fue así, y esa tarde, algo tenía el aire que los invitó a la serenación con cada uno. Él desde las alturas, abranzando el amor que brotaba de cada uno de sus poros y ella, en las bajuras, nadando entre todos sus temores. Las dudas los abnegaron y los hicieron desaparecer bajo y frente al atardecer naranja que se dejaba mirar.

El sol siguió menguando a la lejanía y ellos seguían perdiendo su vista en algún punto ciego, él en el horizonte y ella en el reverso de sus párpados. Jamás dejaron de pensar y jamás se olvidaron el uno del otro. Con el último destello del día, primero de la noche, ambos reaccionaron y despertaron de su sueño desperfundo con deseos incontenibles de volverse a perder, ahora en los labios del otro. Pero no se pudieron mover, la luna coartante los había convertido en parte del paisaje. Ella y su vestido se convirtieron en un jardín de las flores más hermosas que puedan existir y él se quedó al lado del librito en la forma de un dandelión. Lloraron y gritaron por deseos de estar junto al otro, pero era inútil, la luna no quería saber más de amor. Sin embargo, el viento que a él lo había llevado a su interior, apareció para volverlos a juntar. Sopló y sobre cada flor cayó un diente de león.

domingo, abril 22, 2007

Ventana y otra más

¿Casualidad? No sabría decirlo. Iba caminando con mis manos en los bolsillos y con mis audífonos puestos. Algo progresivo me llevaba hacia donde no sabía que iba a llegar. El aroma a lluvia era un elíxir para todo lo vivido desde años atrás hasta minutos recién pasados. La calle estaba mojada, lo justo y necesario, y el frío no helaba, acompañaba. No me preocupaba de evitar las hojas reposando en el suelo, ahí la razón de porqué una que otra de ellas se abrazaba a mis zapatos. Caminaba como siempre, sin pisar ninguna línea de separación entre pastelones.

A las cuatro de la mañana se disfruta un silencio especial, provocado por un poco de viento que rumorea con las copas de los árboles, el escandaloso despegue de los sueños, miradas luminosas sobre los muros y el arrullo de las gotas perdidas en las hojas. Ya no hay polvo, hasta los pecados han sido lavados a esa hora. Se promete oscuridad, pero aquí no la hay, al otro lado de la calle, faroles de luz blanca alumbran desde que el sol entra en sueño. Ya estaba olvidando la razón de mi llanto perdido zancadas atrás. Quizás la dejé en el cruce anterior o una enredadera me la arrebató. Al acordarme que no me había acordado, la recordé, pero no tenía ganas de recordar, así que lo olvidé. Caminé en paz, libre de culpa y disculpas, inocente e ileso. Las casas apagadas, jardines revividos, maderas amansadas y una calle vacía, era todo lo que podía ver. Seguí mirando mi camino para no pisar línea alguna, pero algo me hizo desviar la vista hacía las casas al otro lado de la calle. Una luz encendida en el segundo piso y una silueta que atenuaba la salida de luz de vez en cuando. Me detuve y miré con ojos tranquilos ese mundo de vida dentro de uno dormido. No sé porqué miraba, yo quería llegar a casa pronto, pero de todas maneras me detuve. Todos mis árboles estaban alineados, yo entre ellos, y pareciera que todas las ramas miraban lo mismo que mis ojos. Mis manos ahogadas dentro de los bolsillos y el frío de la madrugada solitaria aún no me hacía daño, cuando la cortina de la ventana iluminada se deslizó y reveló una figura en chaleco grueso. Colocó su codo en el umbral y ahí reposó su cabeza, su pelo se resbaló por su hombro y su corazón suspiró. Buscando una luna ausente en un cielo cubierto de agua tímida a caer, volví a sentir lo que pensé haber dejado más atrás, pero esta vez no era por mí, era por ella. Siguió hacia abajo una rama que rascaba las nubes y luego una hoja que se balanceó por el aire inmaculado. Una hoja se cruzó por mis ojos y la seguí hasta que cayó al pavimento. Ambos mirábamos la misma hoja y al levantar nuestras miradas nos encontramos a una calle, una vereda y un jardín de distancia. Nos miramos y alcanzamos a vernos las pupilas, fue eterno, pero después de pestañear tres veces, ella sonrió y la cortina la hizo desaparecer. Segundos después la luz se apagó. Volvía a ser la madrugada y yo. Pero me quedé de pie en el mismo lugar un largo rato, con la esperanza de que esa desconocida saliera por la puerta que veía al frente. Esperé hasta que un gorrión cantó antes de tiempo y seguí mi camino original sin pisar líneas.

Llegué a mi casa, sin saber cómo estar, ¿debía estar feliz o triste? Nada de eso, estaba enmimismado. Me quité la chaqueta y la lancé a la cama, yo no fui enseguida porque no tenía sueño. Encendí mi lámpara y busqué mi cuaderno para liberar algunas letras atrapadas, pero no lo encontré donde solía estar y no me esforcé a más. Otra decepción en el mismo tiempo despierto, y derrotado me acerqué a la ventana. Suspiré y busqué en vano a quien estaba pronosticada a ser menguante, y cuando bajo mi vista a la calle, estaba ella. Tres nuevos parpadeos eternos y yo sonreí. Corrí la cortina y corté la luz, y ya no estaba más.

sábado, abril 14, 2007

Cielorro Sa

Pasé el día completo (si es que era día) preocupado de no perder el rastro. No era fácil (era muy difícil) estar pendiente en todo momento de esas pequeñas pistas que esperaban por mis pies. La verdad, el camino no era oscuro (era bastante visible), el problema era mantenerme despierto, mantenerme motivado a seguir. ¿Adónde iba? Ni la menor idea (sabía pero no lo quería reconocer).

Con la cabeza gacha caminaba sin fijarme (por pereza) de lo que había al frente. De repente, el suelo claro, en el que se mimetizaban las pisadas de alguien que yo buscaba, se tornó oscuro poco a poco. Me detuve en un umbral imaginario que fabriqué. A mis espaldas, un sendero de un blanco monótono, y a mis narices, algo oscuro (negro como algo muy negro). Para variar, sentí curiosidad por lo que tenía al frente (no quería darme vuelta y caminar de vuelta) y seguí caminando, tratando de no perder el rastro. Ya no podía seguirlo con la vista, pues me arrodillé y fui siguiéndolo al tacto. Suave se sentía (paradisíaco), y gateando por tiempo indeterminado (por no decir que gateé quizás por una eternidad porque la suavidad algodonada del piso me tenía loco) fui a dar de cabeza contra un muro que tampoco se veía. Me puse de pie y toqué, era plana, una muralla. Se me aceleraron las pulsaciones y me preocupé un poco (me puse a llorar) por no encontrar una salida. Pensé que quizás por siempre estaría atrapado ahí, con esa muralla, el algodón abajo y un umbral eras más atrás. Antes de sentarme contra el muro con las rodillas recogidas (y ponerme a sollozar), intenté cavar el piso, para ver si tenía cimientos esa muralla. Cavé, cavé y cavé, y entró un poco de luz, pero no blanca. Dejé de cavar al verla, pero se tupió otra vez el piso. Fue un ciclo (bastante idiota a decir verdad) en el que yo cavaba, veía luz, sonreía y se volvía a oscurecer. Me cansé, y a tientas traté encontrar ese rastro que por poco había olvidado. Me fijé bien (maniático y dándomelas de genio) si esas huellas tomaban alguna dirección en especial, pero ellas terminaban con el comienzo del muro. Siguiendo la línea en el muro, encontré una enredadera (o algo así, quizás era una culebra) y decidí treparla. Debo confesar que sufro de vértigo, pero en ese momento la desesperación era tan grande que me convencí de que si llegaba a caer caería en esa almohada gigante. No me caí, estuve siempre firme (dos veces resbalé). Di mil brazadas, las palmas me dolían, pero algo ("algo") me impulsaba a seguir. Cerré mis ojos y dejé que mis extremidades se movieran por sí solas, de hecho, era lo mismo ir con los ojos abiertos o cerrados. Subí tanto, pero tanto, que llegué a la cúspide del muro, donde me paré. Todo negro (menos mis pupilas). Me impacienté (entré en pánico) y me lancé (resbalé) hacia adelante. La caída era placentera (sin respiración) y no fue tan larga como cuentan las historias (eterna fue). Y dejé de caer, tal como lo había pensado, caí como en una piscina de algodón. Sabía que así sería (fue un milagro).

Me incorporé y vi al frente mío una puerta cerrada, pero por la rendija se filtraba un haz pálido, suave. Giré la manilla rápidamente, pero por más fuerte que lo intenté (soy muy débil), ésta no cedió. Seguí intentando, tranquilo (más desesperado que antes), pero era inútil. No me rendí (pero lo pensé cada vez que la movía), entonces decidí hacer lo que se hace en las películas. Junté mi espalda con el nuevo lado del muro, con algo de fé (y muchísimo miedo), corrí para embestir la puerta y así abrirla. ¡Se abrió! Lo que antes fue mi piso, ahora eran nubes del ocaso y me enceguecieron con una luz rosada. Me maravillé (temí). Sentí que flotaba (quise sentir) por una fracción de segundo, luego comencé con mi caída libre. Esta fue (mucho) peor que la anterior. Pero el ir rompiendo nubes rosadas era exquisito ( ), satisfactorio al máximo. Y en una nube vi una de sus delicadas (adoradas) huellas. Miré a todas partes tratando de encontrarla, y en la nube siguiente me encontré con otra, con otra, con otra y con otra. Y a lo lejos la ví a ella (hermosa), pero se alejaba pausadamente (hermosa), se me escapaba (hermosa). Pero yo seguía cayendo. Seguí cayendo por eternidades completas (la última a medio terminar) hasta que aprendí a volar. Y continué siguiendo su huella (a ella), ya no la pisada que dejaba al caminar, sino la nubes rosadas que dejaba al volar.

viernes, abril 06, 2007

Mañanador

Con un paraguas en su palma derecha y en la otra una lata de aluminio lo vi pasar por entre los árboles. Llevaba un sombrero de copa y un abrigo que le cubría hasta el cuaje. Su paso era lento pero compuesto, elegante. Me daba algo de temor acercarme a él, entonces lo seguía con sigilo, escondiéndome tras cada árbol y asomándome de vez en cuando.

En el lugar donde estaba la fuente no había arboles. Él abrió su paraguas y se acercó a la fuente, mientras yo lo observaba desde un árbol grueso al borde del pequeño valle. Y cuando se sentó, aún con su paraguas abierto sobre su sombrero, dijo con voz ronca:
- Acércate.
Me quedé helado. ¿Cómo me había visto? ¿Cómo sabía que estaba ahí? Calma, ¿me hablaba a mí?
- Sí, ven acá, no tengas miedo.
Lento, no elegante, aparecí de atrás del árbol y me acerqué al hombre de abrigo. Tímido, frente a él, me quité el gorro. Lo miré a la cara y ví sus arrugas doblándose en una sonrisa amable y sus ojos plomos. Esos ojos me maravillaron apenas los ví, los bordes del iris parecían mezclarse con la esclera.
- ¿Qué haces aquí, niño?
- No lo sé.
- Bueno, veamos si puedes hacer algo.
Su voz ronca y pausada daba confianza, por eso creo que no salí corriendo. Se tornó hacía su izquierda y tomó la lata. Y me la mostró.
- ¿Sabes cómo abrir esto?
- Con un abrelatas.
- ¿Tienes uno?
- No.
- Que lástima.
- Puedo conseguir uno.
- ¿Si? ¿Ahora?
- Mañana.
- Puede que no haya mañana.
- Sí, si lo habrá. Está siempre en mi casa.
Sonrió y me chasconeó.
- ¿Se te ocurre otra forma?
- Una piedra con filo.
- ¿Ves alguna aquí?
- No. Estamos lejos del río.
- Lástima.
- ¿Qué tiene?
- ¿Qué?
- La lata.
- No puedo saberlo.
- ¿Por qué no?
- Porque está cerrada.
- ¿Y para qué quiere abrirla si no sabe lo que hay adentro?
- ¿Por qué no habría de abrirla?
- Está oscureciendo, debo irme.
- Vamos niño, ayúdame.
- Venga conmigo.
- ¿Es muy lejos?
- Llegaremos al amanecer.
- Es muy tarde.
- O temprano.
- Debo abrirla ahora.
- Use el paraguas.
- ¿Cómo?
- Tiene una punta de metal y filosa, con eso puede perforar la lata.
- No puedo.
- ¿Por qué?
- Una vez que lo cierre, no lo podré volver a usar.
- No llueve aquí.
- Para tí no.
- ¿Qué le hará la lluvia?
- Daño.
- Entonces no abra la lata.
- Debo.
- ¿Qué le hará no abrir la lata?
- Mucho daño.
- Debemos usar el paraguas.
- Está bien.

Ya las estrellas estaban en su clímax, me atrevería a decir que brillaban más de lo normal. Cerramos el paraguas y golpeamos la lata con la punta de éste. Le hicimos un orificio del que salió un olor hermoso, era una mezcla entre mañana nueva y ser amado. El olor nos envolvió y se escapó hacia todas direcciones. Los ojos del anciano ya no distinguían entre pupila, iris y esclera. Lo ví frágil. Su postura ya no era elegante y parecía estar sufriendo un gran dolor.
El sueño me mataba y no llegaría a casa antes de caer dormido, así que decidí quedarme con el anciano. Me recosté en el borde de la fuente, a su lado, y me quedé dormido. Y al despertar, noté que él ya no estaba, pero en su lugar había una lata igual a la de anoche, pero sellada. Me senté, bostecé y la tomé con mi mano. Y al mirarla, me di cuenta que tenía puesto su abrigo.
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