Zafiros
Agazapado entre los helechos estaba esperando tranquilo y silencioso. Era un alma más en esa selva que no perdonaba. Llevaba esperando en ese lugar días y noches enteras, y sólo una cosa podría sacarlo de donde estaba. Había visto pasar criaturas amigas y otras inimaginbles, pero ni la simpatía ni el pavor lo harían abortar su decisión.
Fue esa noche cargada de venganza cuando le pareció ver esa figura imponente, llena de elegancia y brutalidad. En la osuridad no se podía divisar bien, pero era la misma contextura, la soltura al pisar y firmeza al sostener el suelo. Hasta el aire se hacía a un lado cuando éste pasaba y las plantas inmovilizaban sus hojas para no provocarlo de ninguna manera. Ese fue el momento en que la respiración del escondido rompió la solemnidad del paso del animal. Éste se detuvo con lentitud e inspeccionó con su nariz y sus ojos ¡Esos ojos! ¡Si, eran los mismos ojos! Cargados de miseria, odio y severidad, los mismos que se habían llevado a su hijo y otros brotes más. Había llegado el momento, no servía esconderse, más aún si era el sujeto al que estaba esperando. Pocas oportunidades tenía de vencer a esas garras más poderosas que un huracán, unos sables de arena capaces de partir el mundo en dos y esos ojos ¡Esos ojos! De solo verlos el miedo tocaba la espalda y abrazaba sin aflojar. Aún así, él se encontraba de pie, decidido a vengarse aunque le costase la vida. Lo haría con su daga amiga, lo haría. El felino lo miró a los ojos, éstos brillaban como zafiros y comprendió al instante la razón de su postura y empuñadura. Y esa mirada amenazante se invirtió a sumisión, giro la vista y volvió a su andar. Sin esperar a que la duda lo embargase, el hombre lo embistió por el costado, colgándose en su lomo y apuñalándolo con rabia. El animal no opuso resistencia y tampoco se quejó en ningún momento a cada uno de los ataques de iracundo hombre. La selva se mantenía en silencio, presenciando el ajustamiento como testigos inertes. El espanto saltó en una bandada de pájaros que gritaron mientras escapaban por el cielo. El viento volvió a ocupar el sendero cuando la bestía ya no respiraba y su sangre había teñido la tierra. Él, agitado, sostenía el filo y observaba a la criatura tendida que había cerrado sus ojos. Le costó esfuerzo levantarlo y cargarlo en sus hombros, para llevarlo a la aldea, habrían tantos contentos de ver al asesino a su merced. Y se fue caminando por la oscuridad, entre los ojos curiosos y las voces del viento que se preguntaban quién era el asesino. Y, ¿quién era el asesino? El viento era inevitable, y él iba en contra de éste.
Le costaba más trabajo cada vez que avanzaba, esas voces le penetraban hasta las entrañas y le retorcían la cabeza. Entonces siguió su camino con dificultad, pero haciéndose espacio por entre las ramas y raíces, dejándose guiar por almas y hojas. Y llegó a su destino, era un espacio donde el aire no soplaba ni silbaba, y la tierra temblabla de temor. Al frente de él estaba la manada del felino, se fueron despertando uno a uno, y todos con la misma mirada enceguecedora. No hubo movimientos mientras él dejaba reposar su cargamento en el piso, sólo aumentaba el tormentoso sonido de las respiraciones. Por fin el viento se atrevió a soplar en ese lugar y le susurró algo al oído. Giró y lentamente, con la amenaza en la espalda, emprendió camino de vuelta, sabía que el viento se encargaría de llevarlo a casa.
Fue esa noche cargada de venganza cuando le pareció ver esa figura imponente, llena de elegancia y brutalidad. En la osuridad no se podía divisar bien, pero era la misma contextura, la soltura al pisar y firmeza al sostener el suelo. Hasta el aire se hacía a un lado cuando éste pasaba y las plantas inmovilizaban sus hojas para no provocarlo de ninguna manera. Ese fue el momento en que la respiración del escondido rompió la solemnidad del paso del animal. Éste se detuvo con lentitud e inspeccionó con su nariz y sus ojos ¡Esos ojos! ¡Si, eran los mismos ojos! Cargados de miseria, odio y severidad, los mismos que se habían llevado a su hijo y otros brotes más. Había llegado el momento, no servía esconderse, más aún si era el sujeto al que estaba esperando. Pocas oportunidades tenía de vencer a esas garras más poderosas que un huracán, unos sables de arena capaces de partir el mundo en dos y esos ojos ¡Esos ojos! De solo verlos el miedo tocaba la espalda y abrazaba sin aflojar. Aún así, él se encontraba de pie, decidido a vengarse aunque le costase la vida. Lo haría con su daga amiga, lo haría. El felino lo miró a los ojos, éstos brillaban como zafiros y comprendió al instante la razón de su postura y empuñadura. Y esa mirada amenazante se invirtió a sumisión, giro la vista y volvió a su andar. Sin esperar a que la duda lo embargase, el hombre lo embistió por el costado, colgándose en su lomo y apuñalándolo con rabia. El animal no opuso resistencia y tampoco se quejó en ningún momento a cada uno de los ataques de iracundo hombre. La selva se mantenía en silencio, presenciando el ajustamiento como testigos inertes. El espanto saltó en una bandada de pájaros que gritaron mientras escapaban por el cielo. El viento volvió a ocupar el sendero cuando la bestía ya no respiraba y su sangre había teñido la tierra. Él, agitado, sostenía el filo y observaba a la criatura tendida que había cerrado sus ojos. Le costó esfuerzo levantarlo y cargarlo en sus hombros, para llevarlo a la aldea, habrían tantos contentos de ver al asesino a su merced. Y se fue caminando por la oscuridad, entre los ojos curiosos y las voces del viento que se preguntaban quién era el asesino. Y, ¿quién era el asesino? El viento era inevitable, y él iba en contra de éste.
Le costaba más trabajo cada vez que avanzaba, esas voces le penetraban hasta las entrañas y le retorcían la cabeza. Entonces siguió su camino con dificultad, pero haciéndose espacio por entre las ramas y raíces, dejándose guiar por almas y hojas. Y llegó a su destino, era un espacio donde el aire no soplaba ni silbaba, y la tierra temblabla de temor. Al frente de él estaba la manada del felino, se fueron despertando uno a uno, y todos con la misma mirada enceguecedora. No hubo movimientos mientras él dejaba reposar su cargamento en el piso, sólo aumentaba el tormentoso sonido de las respiraciones. Por fin el viento se atrevió a soplar en ese lugar y le susurró algo al oído. Giró y lentamente, con la amenaza en la espalda, emprendió camino de vuelta, sabía que el viento se encargaría de llevarlo a casa.
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